Desde la antigüedad, el estuario del río Segura fue un paraje propicio para la explotación de recursos naturales y el comercio, así como un enclave privilegiado para la navegación y el asentamiento de nuevas poblaciones. Sobre el horizonte de un paisaje (muy diferente del actual) sobresaldría un cerro elevado, que se convirtió en una referencia visual de crucial importancia para la navegación. Pero el cerro no es solo una referencia litoral, sino que su alta cima permitía divisar el territorio a la perfección, permitiendo contemplar la franja que abarca desde el cabo de Santa Pola y la isla de Tabarca hasta el cabo Cervera. Así mismo, la elevación topográfica permitía tener un control visual, tanto del estuario -que en tiempos pasados formaba la desembocadura del río- como de las llanuras y marjales presentes en el tramo final del curso fluvial, envueltas por pequeñas sierras que se prolongan hasta cumbres de mayor entidad al norte de estas tierras.
De sabida importancia para la navegación de diversos pueblos en la antigüedad, no es de extrañar que el cerro estuviera vinculado a prácticas religiosas. Probablemente, sobre este espacio se pudo fundar un santuario empórico, un lugar en el que los navegantes agradecerían a determinadas divinidades el poder haber llegado a este punto. Así mismo, seguirían buscando la protección y la gracia divina a la hora de continuar sus conquistas marítimas; en definitiva, un lugar de encuentro y contacto entre hombres y dioses. La arqueología nos habla de una actividad prolongada en este sentido, desde los fenicios y su culto a Astarté; pasando por pebeteros con rostros femeninos que representan a una diosa de adscripción ibérica; hasta restos de exvotos asimilables al mundo romano, incluyendo una pequeña estatua de bronce del dios Mercurio. De época islámica, en la cima meridional de este enclave se hallaron una serie de enterramientos orientados al Sudeste, parciamente destruidos por la muralla cristina del siglo XIV, que inducen a pensar en la figura de eremitas o santones musulmanes, que gozarían de su retiro espiritual en esta ubicación. Todos estos hallazgos arqueológicos nos indican que el cerro, a lo largo del tiempo, se entendió como un lugar místico y de carácter sacramental. Un enclave de un potencial simbólico y religioso en torno al mar.
Fue a finales del siglo XIII, cuando el cerro se convirtió en un espacio crucial para el surgimiento de una nueva villa que se ubicará sobre su superficie a instancias de Alfonso X el Sabio, debido a la conquista cristiana del Reino almohade de Murcia. Bajo el nombre de Guardamar, la población quedará envuelta -previsiblemente- por una empalizada, siendo su principal función guardar las costas y la desembocadura del Segura. A inicios del siglo XIV, Guardamar pasará a formar parte de la Corona de Aragón bajo la soberanía de Jaime II, convirtiéndose en la villa real -con concejo propio- más importante para la defensa marítima de la capital de la Gobernación de Orihuela. Ante el creciente temor por las razzias del reino nazarí de Granada, se refuerza la fortificación de la villa y se configura una muralla para la defensa de lanza y escudo. Perfectamente adaptada al terreno, la formaban cinco torreones de mampostería en saliente, de planta rectangular, con un talud en la parte inferior y sillería encadenada en las esquinas. Dichos torreones estarían rematados con un cuerpo superior de tapial, separados por unos 50 metros de distancia y enlazados por un lienzo de muralla de tapiales, sobre zócalo inferior de mampostería. La muralla de levante será la que goce de la presencia de estos torreones, lo que nos indica que existía una concepción de que el mayor riesgo para la villa podría venir por vía marítima, orientando las defensas hacia el litoral.
En el último tercio del siglo XIV, con motivo de la guerra de los Dos Pedros, Guardamar pierde su condición de villa real y se convierte en aldea dependiente de Orihuela. No obstante, a pesar de la pérdida de su autonomía municipal y tras sucesivos episodios de destrucción a finales de la Edad Media, la villa amurallada experimentará durante el siglo XV una revitalización de las actividades comerciales y económicas. Esto atrajo a nuevos colonos y llamó la atención de piratas procedentes del norte de África, que hostigaban las costas del levante peninsular en busca de botín y cautivos para comerciar en las lejanas tierras del sur. Durante la primera mitad del siglo XVI, Guardamar contará con unas defensas obsoletas y pésimamente reconstruidas, lo que motivará la actuación y proyección de nuevas murallas que se adapten al uso de la pólvora y a los nuevos desafíos que planteaban los ataques de los piratas berberiscos. Por ello, el ingeniero italiano Gianni Baptista Antonelli se encargó de llevar a cabo el proyecto de reforma de la muralla, considerando que debía de producirse un retranqueo de la misma, configurándose así un gran lienzo completamente liso y sin torreones. Además, en el nuevo diseño de arquitectura renacentista se proyectaron nuevas defensas consistentes en una tenaza formada por dos pequeños baluartes en el frente noroeste, sobre el río Segura, y una plataforma artillada: el Baluarte de la Pólvora.
Tras varios intentos fallidos, Guardamar recupera de nuevo su condición de Villa Real en 1692, durante el reinado de Carlos II. A pesar de todo, la capacidad de supervivencia de la Villa de Guardamar se pondrá nuevamente a prueba como consecuencia de una serie de seísmos que, a inicios del XIX, acabarán por destruir buena parte de las estructuras defensivas y de la trama urbana. Esto supuso el final de la ciudadela amurallada y la población se vio forzada a construir un pueblo de nueva planta a los pies de la antigua villa. Ya en el siglo XX, gracias al interés mostrado por el pueblo de Guardamar para rescatar parte del esplendor pasado de la antigua villa medieval y moderna, se crea la Escuela-Taller del Castell de Guardamar. Dicha escuela realizó una serie de campañas arqueológicas, seguidas por obras de consolidación y restauración arquitectónica sobre determinados espacios del yacimiento, musealizándose además un espacio emblemático, que sobrevivió al terremoto de 1829, el Baluarte de la Pólvora.